Corría el mes de agosto, o mejor dicho reptaba, pues suele ser un mes pachanguero, ardiente, aburrido y eterno, y ambos compartían un helado de vainilla con nueces de Macadamia en una céntrica avenida de la ciudad, entre reverberante pavimento e hirviente asfalto.
Con cada cucharada, tanto ella como él iban intercambiando frases, elaborando una conversación simplona, tan típica de una tarde de verano donde nadie parece tener prisa ante las longevas horas de sol.
En la conversación, y a pesar de la prohibición que las autoridades competentes habían impuesto con el objetivo de reducir la tórrida temperatura, él pronunció la frase: “La experiencia es un grado”.
Dado que la temperatura ya era extremadamente elevada como para echar leña al fuego con la sancionada frase, esta sentencia fue la última que salió de sus resecos labios antes de caer agotado tras añadirle 10 brillantes e innecesarios grados más a la canícula del momento.
Tengamos en cuenta que entre los dos tenían amplia experiencia (6 años él como promotor inmobiliario y 4 ella como secretaria), lo que resultó en la cifra anteriormente confirmada de 10 grados adicionales.
Moraleja – Antes de hablar, pensemos en la consecuencia de nuestras palabras.
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